De lo nano a lo cósmico (*)

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(*) Por Luis-Domingo López, que se publicará en la edición impresa del Diario SUR.

 

Para los poco avisados conviene aclarar que la partícula nano proviene de enano y representa lo más pequeño que imaginar podamos; en realidad supone una milmillonésima parte de aquello a lo que nos referimos. Lo cósmico, por el contrario, comprende todo cuanto existe, lo conozcamos o no; la mejor forma de poder intuirlo es contemplar el firmamento en una noche de cielo claro desde una montaña libre de contaminación lumínica. Si nos parece infinito lo que nuestros ojos perciben, pensemos que no están percibiendo el cosmos completo.

 

El ser humano, que se considera a sí mismo el centro de todo lo existente, y sus males, penurias o preocupaciones el único foco de su pensamiento, sería un elemento intermedio entre esos dos extremos: lo infinitesimal y lo cósmico; entre el espacio vacío de cada una de sus millones de células y el universo inabarcable de los miles de galaxias. Es sorprendente y maravilloso saber a ciencia cierta que cada uno de nosotros es diferente a todos los demás que han vivido, viven y vivirán. Aunque los orientales nos parezcan iguales y nosotros a ellos también, no lo son. No sólo somos diferentes por fuera a cualquier otro de los siete mil millones de personas que pueblan este discreto planeta del sistema solar sino irrepetibles por dentro: el conjunto de pensamientos, emociones y memoria de cada individuo es rabiosamente original.

 

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El concepto de igualdad, tan en vanguardia, es una entelequia. Lo correcto sería defender la equiparación de derechos, deberes y oportunidades en función de las diferencias personales. La igualdad es profundamente injusta pero eso lo abordaremos otro día. Lo que me interesa hoy es provocar un cambio en la mirada a los pesares y desazones que nos afligen en lo cotidiano. El tiempo y el espacio, en los que indefectiblemente nos movemos, son tan relativos que nos convendría no llevarnos un solo berrinche por las contrariedades cotidianas. Esto que nos rodea, y de lo que somos una nano-partícula, funciona ordenadamente desde hace millones de años. Y respecto a nosotros mismos, sabemos que el cuerpo, la materia, tiene fecha de caducidad, los optimistas preferirán pensar que de consumo preferente, pero desconocemos por completo qué ocurre con lo inmaterial que es lo fetén.

 

Algunas religiones auguran una vida eterna junto a los seres queridos, cuestión que con la complejidad actual de familias, divorcios y separaciones, cuesta conjeturar; los ateos puros niegan toda trascendencia, mientras que otras religiones confían en la reencarnación sucesiva hasta alcanzar la plenitud o iluminación. Así, en vidas anteriores pudimos ser serpiente, perro, elefante, bailarina de ballet o registrador de la propiedad, y en las siguientes nada nos impedirá llegar a sultán de Brunei. Pero todo esto son suposiciones, creencias o deseos. La física nos dice que la energía ni se crea ni se destruye, se transforma, por lo que cabe esperar que cuando nuestro cuerpo esté para que lo entierren o incineren la monumental energía que residió en nuestro cerebro se buscará la vida de algún modo.

 

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Sabernos parte de un entorno tan inabarcable, tan ordenado y perfecto junto a la conciencia clara de que nuestro paso por la experiencia actual de cada uno es finito aún sin negar futuras formas de vida diferentes, debería ayudarnos a afrontar el día a día con menos ofuscamiento, violencia y desgarro. Y esto es trabajo nuestro, no puede venir nadie a gestionarlo, a convencernos de ello, ni falta que hace; no es preciso que nos lo expliquen en las tertulias o en las revistas de moda. El Conocimiento, con mayúscula, lo traemos de fábrica, pero no solemos ocupamos en “entrar” a buscarlo. Está dentro de cada cual. Entre los billones de neuronas y sinapsis, o besos apasionados entre ellas, se contiene cuanto requerimos para liderar nuestras vidas irrepetibles en armonía con ese orden cósmico. Sólo es preciso eliminar los ruidos: los externos, tan presentes en nuestra cultura, y los internos, ese continuo rumiar de pensamientos obsesivos e inútiles en la mayoría de los casos, y dejarnos mecer plácidamente por nuestro propio silencio; de él nos vendrá paulatinamente la paz interior, la aceptación y la tolerancia, la reconciliación con nosotros mismos y nuestros próximos, la capacidad de relativizar lo accesorio o lejano, la fuerza para superar adversidades y mucho más. Lo tenemos al alcance de la mano, nadie nos lo impide, regula ni prohíbe. Constituye nuestra más íntima y genuina Libertad.