El Niño (*)

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(*) Por Luis-Domingo López, emitido ayer a través de Onda Cero Marbella

Asistí la semana pasada a la llamada del último taquillazo del cine español: “El Niño”. En los primeros días de exhibición está superando incluso al reciente bombazo de “Ocho apellidos vascos”. La película es una gozada para los sentidos: la interpretación, el ritmo, la fotografía, la impecable dirección de Daniel Monzón, los diálogos en genuino andaluz, específicamente en puro acento gaditano, vivo, veraz, creíble; la armonía perfecta entre actores consagrados como Luis Tosar, Eduard Fernández o Sergi López, junto al fichaje estrella, Jesús Castro, con los ojos y la mirada más seductores de la escena o Moussa Maaskri que borda el papel de Rachid; las tomas del puerto de contenedores de Algeciras, un mundo inabarcable de mineral y de lo que no es mineral, el norte de Marruecos, Gibraltar en su esplendor y su miseria… en fin todo ello hace inevitable ir cuanto antes a disfrutar de esta cinta.

 
Pero no me he convertido en el cronista de cine de Onda Cero. Cuento estoy hoy aquí porque el argumento de la película resulta demoledor para quienes dedicamos gran parte de nuestra vida a la prevención y el tratamiento de drogodependencias. Qué pequeño, inútil y ridículo me sentía sentado en la butaca de la sala, con mi paquete de palomitas y mi botella de agua, contemplando ese descarnado relato real del mundo del narcotráfico con toda su corrupción, potencia, negocio, mafia, dinero a espuertas para tapar ojos, bocas y oídos. Como he dicho aquí más de una vez, el negocio más rentable del mundo.

 
Rentable porque el número de veces por el que se multiplica el proceso desde la producción hasta la distribución minorista es el mayor de todos los negocios existentes, incluso el del armamento o el financiero. Rentable porque enriquece a todos los eslabones que intervienen en su camino. Rentable porque su demanda, -el consumo-, aumenta sin parar gracias a su mantenimiento en los países desarrollados y al despegue supersónico en los que acceden al primer mundo. Demanda suicida, lo sabemos, pero también lo es la del tabaco, la del alcohol o la de psicofármacos de la falsa felicidad.

 
La Tierra gira inexorable y ausente al comportamiento de sus moradores, supuestamente superiores, que esperan, y por tanto desesperan, encontrar la paz y la plenitud mediante el consumo de sedantes, estimulantes o los dos a la vez para enloquecer aún más a lo que nos define como humanos: el cerebro consciente. No acierto a vislumbrar siquiera qué podría hacerse, qué cataclismo o acuerdo universal debería producirse para detener esta rueda mortal; me temo que nada. Sólo seguir ofreciendo esa gota imperceptible de agua en el vasto océano para intentar evitar la caída en el abismo a los inocentes y tenderles una mano a los que ya se dejaron tentar por los cantos de sirena.