Nos lo están poniendo difícil (*)

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(*) Por Luis-Domingo López, publicado en la edición impresa del Diario SUR.

 

Procuro no dedicar esta generosa tribuna a cuestiones políticas, habiendo tantas de las que ocuparse, pero hay momentos en los que la política lo anega todo y eso me parece en este tramo final del año. Es cierto que cada persona tiene la grandiosa libertad de elegir sus actos y responder de las consecuencias, al menos así es, dentro de no pocas servidumbres, en nuestro civilizado mundo occidental. Pero no es menos cierto que los seres humanos no somos impermeables y al igual que nos mojamos cuando llueve o sudamos cuando aprieta el calor, nos sentimos dolorosamente abrumados y descorazonados cuando el ambiente que nos rodea se hace irrespirable.

 

Nuestro pueblo, Marbella, fue objeto durante años del foco nacional de la corrupción; parecía por entonces que en el resto de España todo era probidad y civilizada convivencia. Sentíamos rubor cuando el nombre de esta ciudad estaba en las portadas de todos los periódicos y los titulares de los informativos. Por fortuna, poco a poco la vida en este privilegiado enclave del sur se fue normalizando y solo en episodios singulares de sentencias o encarcelamientos, que todavía colean, volvíamos a encabezar la actualidad del morbo; pero cuando todavía no nos habíamos curado del todo aquellas heridas parece que habremos de consolarnos con ese cínico proverbio del mal de muchos.

 

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Los últimos años del siglo pasado probablemente representaron el ciclo más venturoso de nuestra historia reciente, con cierta excepción de Marbella que ya vivía uno de sus lapsos más horteras. Fuera de aquí todavía no habíamos caído en la fiebre epidémica del hormigón, aunque se estaba incubando, las tasas de empleo eran muy aceptables, la economía crecía a ritmos asumibles, éramos socios de la Unión Europea desde 1986 y aunque todavía usábamos la peseta ya se intuía que formaríamos parte del selecto club del euro. El nuevo siglo y milenio no tardó mucho en cocear las entrañas de la sociedad; baste recordar aquel día en que creímos que ya nada volvería a ser igual, al contemplar en directo en nuestros televisores el impacto, incendio y derrumbe de las torres gemelas de Nueva York. En 2004 fue Madrid y su área metropolitana del sureste el escenario de otro de esos momentos en los que nos parece que seguimos teniendo pesadillas porque aún no hemos despertado.

 

El terrorismo internacional, mientras aquí seguíamos padeciendo el de cosecha propia, se convirtió en parte inevitable de nuestra realidad con mermas en el ejercicio cotidiano de la libertad a favor de la seguridad. Las medidas de control en aeropuertos y estaciones, a las que mejor o peor ya nos hemos acostumbrado, rompieron una tendencia de hacer los viajes más rápidos y cómodos. En paralelo comenzamos a vivir en una desmesura contagiosa pensando que el crecimiento podría ser eterno y que el dinero se estiraría hasta el infinito. Estudiantes adolescentes abandonaban los estudios para dedicarse a colocar filas de ladrillos en urbanizaciones que surgieron como hongos por los secarrales más inhóspitos de cualquier provincia, arrasando parajes protegidos, humedales, dunas y cuanto se les puso por delante. Personas sin la más elemental formación académica ni profesional no sabían en qué gastar los dinerales que ganaban mientras enriquecían a raudales a constructores que tampoco sabían escribir ni habían visto en su vida un ladrillo de cerca.

 

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Destruimos irreversiblemente el territorio y cuando sonó el despertador a finales de esa década de desmadre colectivo, de la que nadie quiso renunciar a su trozo de pastel o tarta completa, la caída fue de las que hacen historia. Lo más reciente, la tan manida crisis económica, ya lo conocemos bien; de hecho todavía la estamos padeciendo. Y de aquellos barros estamos siendo invadidos ahora por estos lodos: la corrupción política, económica, empresarial, sindical y de sus advenedizos nos está asfixiando como pueblo, nos está desmoralizando y está poniendo en alto riesgo nuestro futuro inmediato. El hartazgo y la indignación son de tal magnitud, con razón, que el desenlace se vislumbra impredecible. La sociedad de hoy es compleja y global por lo que los experimentos hay que hacerlos con gaseosa. Las tentaciones, legítimas e inevitables, no son el mejor método para decisiones de largo alcance. Sí, nos lo están poniendo muy difícil, no sólo para ejercer uno de los derechos básicos de toda democracia: votar, sino para nuestro propio quehacer diario: confiar en la bondad del esfuerzo, de la honradez, del estudio, del trabajo bien hecho. Nos están robando la esperanza.