Compras: de la necesidad a la adicción (*)

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Sin haber desaparecido del todo el olor de las últimas cremas solares nos despeñamos ya hacia las fechas del año en las que todo dispendio parece estar justificado. Fechas que, por otra parte, no hace mucho tiempo comprendían poco más de una quincena, -comenzaban con la cantinela de los niños de San Ildefonso y concluían la víspera de Reyes-, y que ahora van empalmando razones y sinrazones para vaciar las carteras, las visas, las cuentas corrientes y hasta el sentido común.

Nunca olvidaré unas declaraciones vistas y oídas hace un par de años a una mujer que se ufanaba de comprar el mejor marisco para Nochebuena aunque no tuviera qué comer el resto del año y a juzgar por su aspecto no extrañaba tal posibilidad. Me produjo una mezcla doliente de ternura e indignación que aún reaparece cuando lo evoco. ¿Qué carencias pretendemos satisfacer con las compras compulsivas? ¿Qué culpas o complejos queremos expiar ofreciendo en las mesas navideñas mucho más de lo que razonablemente podemos comer o beber? Justificamos nuestro derroche obsceno lanzando unas migajas en un carro del súper para el banco de alimentos o echando más monedas de lo habitual en el cestillo de un tullido.

Si en lo temporal la Navidad es ahora infinita, las vías disponibles para acumular sin recato no van a la zaga: grandes superficies, pequeño comercio, mercadillos, top manta, Internet con todas sus aplicaciones de satisfacción inmediata… Nos quejamos de estar en manos de grandes corporaciones que deciden incluso por encima de los gobiernos pero en algo tan sencillo e íntimo como distinguir lo que es bueno y necesario para cada cual de lo que es superfluo e incluso impúdico, apenas ponemos juicio. Resulta más fácil dejarse arrastrar por el tumulto.

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El a vivir que son dos días cobra en este tiempo de iluminaciones navideñas ya sin símbolos de Navidad y de villancicos sin Belén la justificación plena para no soportar la más mínima frustración en la mal entendida creencia de que llenar la casa de cosas y la barriga de grasas y dulces nos colmará. Año tras año despertamos a mediados de enero, tras la traca final de las rebajas, desplumados, empachados y arrepentidos haciendo de nuevo propósito de enmienda para el nuevo año… hasta que llega el carnaval y nos disfrazamos de lo que no somos para seguir ocultando la realidad.

No quiero ser aguafiestas: compren, coman, beban, disfruten. Pero no pierdan la cabeza. Y cuando compren no olviden a los más cercanos: el pequeño comercio de barrio que da vida a nuestras calles, los rastrillos y mercadillos benéficos que ayudan a quienes sacaron malas cartas en el reparto de la vida, el comercio justo. Y recuerden: cuando sobrepasamos lo necesario y nos zambullimos en lo superfluo perdemos el derecho a quejarnos de este mundo y mucho más aún a pretender ser ejemplo de nada. Hemos pasado del hambre a la obesidad en casi todos los aspectos de la vida: es la ley del péndulo. Una ley perversa.

(*) Por Luis-Domingo López, vicepresidente de la Asociación Horizonte. Artículo emitido hoy por Onda Cero Marbella.