Conciliar lo conciliable (*)
De los muchos recuerdos de la infancia, me destella un ultimátum que repetíamos día tras otro entre amigos ante cualquier acto que se percibiera como faena o afrenta: ya no te ajunto más. O sea, esto se acabó para siempre. No transcurrían más de diez minutos, una eternidad para los tiempos infantiles, cuando todo había vuelto a ser como antes y el juego volvía a tender los puentes rotos. Lo mismo ocurre hoy aunque no oigo ya lo de ajuntar o desajuntarse. Llegada la adolescencia algunas rupturas pueden durar días y a medida que el cuarto oscuro de las emociones se va llenando de prejuicios, temores y envidias podemos convertir en irreconciliable una relación familiar, de amistad o amorío que juramos eterna al comenzar.
Pero la más dramática de las rupturas es la que se produce con uno mismo. Los días y los años nos van equipando con valores, prejuicios, hábitos, miedos, complejos, fantasías y culpas. Parte de este equipaje nos viene de fábrica amalgamado en nuestro ADN aunque en su mayoría nos va cayendo por el camino sin apenas darnos cuenta. Nos lo van colando en el maletero la familia, el colegio, el barrio, la televisión, los viajes. La forma, el tamaño y los materiales de estos bultos son caprichosos y muchas veces incompatibles, de modo que colocarlos ordenadamente no es tarea fácil. Se mueven, caen unos encima de otros, se aplastan y deforman, llegan a romperse. Nadie nos instruye sobre la gestión de nuestra bodega emocional que además hemos de armonizar con el contenido de la planta superior: el gran recinto de la razón. En realidad, eso es la vida: una batalla permanente entre ungüentos emocionales que apenas saben de lenguas, y tajadas de conocimiento que se expresan con palabras. La babel de la existencia, el dolor del caminar, la angustia de decidir.
Ante tal desasosiego permanente, a ratos más apremiante, otros más llevadero, hay quien opta por huir de esa libertad, quien se cobija en el aparente confort de la esclavitud: ya no soy yo quien afronta la zozobra de elegir a cada momento, de responder de mis actos, de osar amar y no ser correspondido, de luchar y caer al suelo, de caminar y encontrar barro y pendientes. Si he entregado mi libertad, mis pasos los guiará mi nuevo amo, ya solo necesito acatar su mandato y satisfacer sus deseos. Pero pronto me doy cuenta de que me manipula, me destruye, me odia, me desprecia y me hace despreciable y ya no sé cómo desprenderme de él. Quiero desajuntarle, esta vez sí, para siempre, pero no me suelta. Lo intento, oigo voces que me animan, veo manos que me tienden, vuelvo a intentarlo pero él me pisotea más fuerte y me incapacita a su antojo.
Esta es la causa de toda adicción: un conflicto no resuelto en nuestro sótano emocional, una renuncia a la libertad, un tropiezo fatal. Si te sientes esclavo de ese monstruo al que por curiosidad o por miedo te entregaste no creas que no puedes reconciliarte contigo mismo, con tu gente, tu futuro, con la esperanza. Agarra fuerte la mano de quien puede devolverte o descubrirte tu proyecto vital. En Horizonte Proyecto Hombre Marbella empezamos esta semana un nuevo programa para quienes no están dispuestos a ser esclavos de nadie. Se llama “Concilia” para que, además, puedas conciliarlo con el trabajo, los estudios o la vida en pareja. No es preciso sufrir por una adicción. Hay salida.
(*) Por Luis-Domingo López. Emitido hoy por onda Cero Marbella.