La tiranía de lo políticamente correcto

Prototipo perfecto como blanco de críticas, censura, odio, ira... sin temor a caer en incorrección política
Prototipo perfecto como blanco de críticas, censura, odio, ira… sin temor a caer en incorrección política

Artículo de nuestro vicepresidente que se publica hoy, 24-3-14, en la edición impresa del Diario SUR.

Hombre, blanco, heterosexual, sano y adinerado: ese parece ser el único espécimen humano susceptible de crítica o sátira. Cinco atributos que si bien por separado pueden abundar, no resultará fácil hallarlos en un mismo individuo, por lo que en aras a la agresiva invasión de lo políticamente correcto nos hemos quedado con escasas posibilidades de expresión, literarias o de chanza. No me tildéis de exagerado: cambiad cualquiera de las propiedades indicadas y veréis cómo ya no hay forma de censurar un comportamiento en una persona que no participe de las cinco categorías sin que se nos tache de: machistas, racistas, homófobos, o directamente nazis o fascistas.

Comparto sin reservas la defensa de las minorías más desfavorecidas y perseguidas, y la inclusión mediante leyes y campañas de los grupos con mayores dificultades de vida normalizada; de hecho dedico todo mi tiempo a ello de forma voluntaria. Ahora bien, no cabe duda de que las mujeres; los negros, mulatos, árabes u orientales (por simplificar); los homosexuales; los enfermos y discapacitados, y las personas sin recursos o sin trabajo, pueden adoptar, y de hecho adoptan con similar frecuencia que el resto, comportamientos acreedores de crítica o censura y, por supuesto, cometer faltas o delitos que deban ser sancionados con la pena correspondiente. Sin embargo no es infrecuente que si a una de esas personas se les afea una conducta o se les impone una carga salten como hienas los ejércitos de la corrección política tildando de discriminación tal acto.

Una de las batallas disparatadas en las que nos vemos metidos por parte de estas huestes es la de la lingüística, sin pararse a pensar si desterrar palabras usadas durante siglos, establecer sinónimos que no vienen a cuento o cambiar significantes para un mismo significado, resuelven per se problemas o más bien generan otros, como por ejemplo que las obras clásicas de la literatura lleguen a requerir una continua explicación de términos a pie de página. La Real Academia Española luchó a brazo partido cuando se promulgó la ley sobre la violencia doméstica o machista para que no se la denominara violencia de género puesto que en español género sólo se refiere, en este sentido, al gramatical, el otro es sexo. Pues nada, los legisladores, y sobre todo las legisladoras, se metieron a lingüistas.

Las personas con… ¡cómo lo diré yo sin ofender!, alguna carencia o lesión se nominaban minusválidos. Pasó a considerarse palabra despectiva y se adoptó la de discapacitados que venía a ser lo mismo pero más larga y fina. Ahora también resulta ya inapropiada y parece que hay que hablar de “personas con diversidad funcional” que es como no decir nada porque a ver quién es el guapo, perdón o la guapa, que no tiene diversidad funcional respecto al resto.

Ya no hay sordos ni ciegos ni cojos pero millones de personas siguen sin apenas poder oír, ver o caminar. Los negros son personas de color, aunque en realidad, como fácilmente vemos todos los días en nuestros paseos y playas, son de color… negro. Los moros, magrebíes; los africanos, subsaharianos; los pobres, necesitados; incluso un término tan bien construido y nada despectivo como homosexual (del griego homo: mismo; y sexo) ya no vale porque deja al margen otros modelos; ahora hay que referirse al colectivo LGTBI (lesbianas, gais, transexuales, bisexuales e intersexuales); por fortuna aún quedan 23 letras del abecedario para poder seguir incluyendo peculiaridades.

El día que murió Franco este escribidor había cumplido 28 años, es decir, viví bajo su régimen militar y opresor toda mi infancia, adolescencia y juventud. Tras aquellos primeros meses de incertidumbre, y sobre todo a partir del verano de 1977, creí que la tiranía y la falta de libertad de acción y expresión se acabarían. Vivimos años gozosos, desenfadados y, aunque no sin sobresaltos, llenos de frescura y tolerancia. Duraron poco: enseguida aterrizaron los guardianes de lo políticamente correcto y nos volvieron a sumir en otra tiranía: no sólo ya no podemos hacer lo que deseamos, manifestar nuestra opinión, llamar al pan, pan, y al vino, vino, sino que ni siquiera somos libres para pensar o sentir como nos dicte nuestro constructo emocional. De la España una, grande y libre hemos pasado al pensamiento único, pequeño y dirigido. Me niego.