Lo que se ve y no se ve de un Rastrillo

Llevábamos un verano caritativo con el calor pero el domingo, con los primeros rayos de sol de la mañana, ya era fácil intuir que nos acercamos al día de San Lorenzo y que el calor nos acompañaría durante la jornada de Rastrillo. La frondosa vegtación del parque central de Marbella fue un aliado permanente pero en los escasos espacios por los que se colaba el sol todos hablaban el mismo idioma: ¡uf qué calor!

Un Rastrillo solidario es una operación compleja inimaginable para quienes pasean por los puestos y tras mirar y remirar libros o películas que hace un mes se vendían en la tienda con aire acondicionado a 20 ó 25 euros y se ofrecen aquí a un euro, se consultan entre los miembros de la familia como si estuvieran decidiendo la compra de un piso. Se podría escribir un libro de Sociología sólo con observar comportamientos: desde los que compran únicamente por hacer una obra solidaria y entregan el doble de lo que cuesta lo que se llevan, hasta quienes regatean lo que sólo en materia prima, transporte y trabajo personal ha costado muchísimo más de lo que se pide por ello.

Un Rastrillo comienza a prepararse casi con un mes de antelación: hay que establecer qué voluntarias podrán atenderlo y por cuántas horas del domingo;  de qué puesto se harán cargo; por quién podrán ser sustuidas si les surge un imprevisto. Qué mercancía se llevará, qué medios de transporte son necesarios para ello, concertar y coordinar su contratación, qué elementos accesorios son precisos y tenerlos todos preparados a su tiempo; el almuerzo y los refrigerios de media mañana y media tarde para las voluntarias; el equipo de ususarios que participarán en la carga y descarga de los mostradores y las mercancías y quiénes serán sus responsables, teniendo en cuenta que ningúno puede quedarse solo ni un minuto, como parte del tratamiento. La ubicación de cada sección, los manteles, las etiquetas, los precios… Y, de todo, de todo, lo más duro es recoger lo no vendido, y limpiar el parque al final de la noche, y descargarlo en el almacén, cuando los huesos son astillas puntiagudas y los músculos ya no responden a las instrucciones del cerebro.

Al final de cada domingo de Rastrillo nos acercamos todos a Bernardo, “el cajero”, con mirada esperanzadora: ¿cuánto? Bernardo, el hombre que nunca se inmuta por fuera pero lleva la procesión por dentro, suele contestar, “no ha estado mal”. Ayer, sin que la más mínima brisa se apiadara de nosotros, con un outlet en el palacio de congresos, con la playa a 50 metros, con la feria del libro, con la feria de las tapas, con alternativas infinitas, se obtuvieron unos ingresos brutos de 7.553 euros, un 8,5% más que en el Rastrillo de agosto del año pasado. ¡Menos mal! Fue duro, durísimo, pero valió la pena. La nómina y los seguros sociales de agosto están salvados.

Gracias a todas las personas que se acercaron a la Alameda, a las que compraron y a las que no, a las que nos felicitaron por el trabajo que hacemos, a las que desconfiaron de nosotros, a nuestros chicos que dan sentido a lo que hacemos, a sus familias, a las voluntarias que hacen posible que podamos seguir trabajando por esta causa después de 30 años, a Manolo Cardeña y Adriana que repartieron ánimo, besos y abrazos, a Ángel Mora que llegó directamente de su duatlon para estar un rato con nosotros, a Pepe Berrocal que vive Horizonte desde el fondo de su corazón, a José Manuel y Bea, el diseñador de nuestro logo “30 años” que a pesar de las molestias propias de un comienzo de embarazo, -¡enhorabuena!-, no quisieron dejar de visitarnos, y, aún con el riesgo de que proteste con toda su fuerza habitual cuando vea su nombre aquí, gracias a María Eugenia, porque pierde tres kilos de peso en cada Rastrillo y no porque no coma, sino porque no vive hasta que la última luz ha quedado apagada.

Gracias a todos quienes no han sido citados aquí. Un Rastrillo es mucho más de lo que se ve. Sólo con un esfuerzo colectivo, voluntario y sobrehumano es posible ponerlo en la Alameda seis veces al año. Gracias.