Los espejismos nos ocultan la realidad

Los espejismos nos ocultan la realidad

Artículo de nuestro Vicepresidente publicado hace unos días en la edición impresa del Diario SUR

Apenas unos miles de personas menos en las listas del paro en el mes de marzo nos han hecho ver un espejismo. Un ligerísimo aumento en los afiliados a la Seguridad Social han llevado a afirmar a más de uno que ya estamos cambiando la tendencia. Se sigue insistiendo irresponsablemente en que en cuanto el consumo se reactive volveremos al crecimiento y con él a la solución paulatina del problema más dramático de cuantos nos castigan: la cifra de personas que en edad, capacidad y disposición para trabajar no pueden hacerlo.

Lamentablemente seguimos sin ser capaces de afrontar la realidad de fondo y, mientras ello perdure, no hay solución viable ni para este ni para el resto de las gravísimas situaciones que una mayoría creciente de los habitantes del planeta está afrontando cada día con menos esperanza en el futuro. La población mundial a finales de 1960 (hace sólo 42 años) era de tres mil millones de seres. En la actualidad sobrepasa los siete mil millones: se ha más que duplicado en menos de medio siglo. Si la aceleración de esta curva continúa así, en el año 2050 se superarán con creces los quince mil millones de seres. Bien es verdad que hay proyecciones para todos los gustos por parte de los organismos internacionales que, como bien sabemos, atraviesan un momento de gran prestigio prospectivo en todo cuanto pronostican.  

No hace falta ser un experto para intuir que las causas principales de este crecimiento exponencial de la población planetaria se debe al descenso en picado de epidemias y grandes guerras, junto al veloz aumento de la esperanza de vida al nacer y a una alta tasa de natalidad en los países menos desarrollados. Tampoco se nos oculta que a más consumidores de recursos, más rápido agotamiento de estos: alimentos, combustibles no renovables, capacidad de regeneración de la tierra y los mares, y una alteración ya innegable del clima en la Tierra. A todo ello unamos la revolución tecnológica de los últimos 25 años y su consecuente disparo de la productividad que expulsa mano de obra a raudales.

Seguir pensando, con un cambo tan radical y evidente de la realidad fundamental de nuestro hábitat, que lo idóneo es que todo vuelva a ser como antes del comienzo de la última crisis es, sencillamente, suicida. Animemos a la gente a consumir para que se genere actividad empresarial, crecimiento económico y, en consecuencia, contratación de personal y ¡a vivir que son dos días! En verdad, si realmente nos quedamos en ese esquema, serán dos días porque aquí o nos ponemos de acuerdo en cómo decidimos vivir y convivir ante el nuevo modelo o resolveremos el problema de la superpoblación haciendo que desaparezcan silenciosamente y por inanición los más parias de la Tierra.

Andar todo el día preocupados por las alteraciones de la prima de riesgo, las raquíticas oscilaciones en la tasa de desempleo, la última ocurrencia de los saltimbanquis de salón de la Unión Europea para crujir a los clientes de los bancos chipriotas o las palabras del ministro de Hacienda que por sexto año triunfal canturrea que este es el último de ajuste de cinturón es, simplemente, como preocuparse por si a un enfermo en la UVI con respiración asistida y circulación extracorpórea convendría limarle las uñas o recortarle el bigote; pero, al parecer, en eso estamos todos. Ojalá seamos los cuatro locos que venimos insistiendo en la urgente necesidad de afrontar el desafío histórico, esté sí y no el próximo partido de fútbol entre viejos rivales, quienes estemos equivocados y aquí se pueda volver a un sistema político, social y económico que fue diseñado, negociado e implantado al final de la primera mitad del siglo XX cuando todo, absolutamente todo, era complemente distinto a como es hoy.

Dichosos los habitantes del planeta de aquellos difíciles pero prometedores años que fueron capaces de encontrar entre ellos líderes que afrontaran aquél cambio de modelo. Hoy no los tenemos ni se les espera, salvo sorpresa sobrevenida. Hoy, por primera vez en más de medio siglo, vamos aceptando pasivamente que nuestros hijos van a vivir peor que sus padres y no hacemos nada serio por remediarlo. Esperemos que nuestros hijos sean capaces de armarse de valor, imaginación y visión para dar la vuelta a este destino tan poco alentador que les hemos puesto ante sus ojos.