Esa entelequia llamada libertad (*)
Quienes tenemos la suerte de vivir en países democráticos damos por supuesto que disponemos de libertad en sus acepciones básicas: de pensamiento, de opinión, de expresión y de acción, en tanto su ejercicio no lesione la libertad del otro. No cabe duda de que el grado de libertad del que gozamos en los sistemas democráticos es infinitamente mayor que la que dejan los resquicios de los regímenes totalitarios, desgraciadamente mayoría entre los más de 200 países que conforman el planeta.
Un principio general de los Estados de Derecho es que todo lo que no está prohibido, está permitido, es decir, los actos y conductas no tipificados específicamente como falta o delito en sus códigos y leyes, especialmente en el penal, son legales y legítimos. Dicho así pareciera suficiente conocer tales prohibiciones para poder desenvolverse cada cual como simple acato de su conciencia, deseos y ambiciones, pero la cosa no es tan sencilla, es más, no es nada sencilla. Por un lado porque es tal la maraña legislativa que ni los eruditos del Derecho son capaces de retenerlas ni tan siquiera, en muchas ocasiones, de encontrar la normativa en que se justifica una prohibición o se sanciona su ejercicio.
En nuestro país tenemos leyes orgánicas, decretos-leyes, decretos, órdenes ministeriales, de carácter nacional y autonómico y, por si fuera poco, ordenanzas municipales. Otro principio general del Derecho es que nunca una norma de rango inferior puede contravenir una de rango superior cuando perjudique a la ciudadanía pero los juzgados están atascados por contradicción o falta de claridad en la redacción de las normas. De no ser así, serían innecesarios los procesos de apelaciones a tribunales superiores que representan el pan nuestro de cada día.
Descendamos un escalón más en esta limitación real de nuestra libertad, mucho más sutil pero no menos limitador. Es el poder de facto que tienen todas las administraciones, mayor cuanto más cercanas al pueblo. La discrecionalidad de acción de los gobiernos es enorme. Tomemos como ejemplo los concursos públicos: los requisitos para acceder se manipulan para que se ajusten a los intereses de las empresas afines; a veces, incluso quienes han de evaluar las candidaturas tienen intereses personales en alguna de ellas. Las ayudas y subvenciones se otorgan prioritariamente a aquellas entidades y actividades que bailan al son de la música que toca el partido gobernante.
Cuando una formación política está en el poder actúa generalmente de forma totalmente inversa a como lo hace cuando está en la oposición y viceversa. Y quienes reciben el maná de un ejecutivo o corporación municipal no osarán criticar su actuación aun cuando la consideren incompetente o gravosa para el común. Por ello, esa falta de libertad se retroalimenta en un interminable Estado, comunidad autónoma o municipio clientelar. El poder presiona y los ciudadanos se arriman a él. Saben que no es bueno pero reciben sus favores. Y así nos va. Quítate tú para ponerme yo que pienso hacer lo mismo que tú pero con los míos y lo que digo ahora en la bancada de la oposición me lo dirás tú cuando yo ocupe los sillones del gobierno.
Puede sonar a cinismo pero solo quienes nada tienen que esperar pueden ejercer plenamente esa libertad, siempre y cuando, claro, sus recursos se lo permitan.
(*) Por Luis-Domingo López, vicepresidente de Horizonte. Artículo emitido hoy por Onda Cero Marbella.
Adelaida
20 abril 2016 @ 21:46
Sin independencia económica, no hay libertad. Es una condición necesaria, aunque no suficiente, claro.