La grandeza de la libertad (*)
(*) Por Luis Domingo López. Publicado hoy en la edición impresa del Diario SUR.
Ignoro qué razones tiene un olivo para decidir qué parte de sus flores de abril convertirá en aceitunas para diciembre y cuáles dejará caer a su alrededor mecidas por el viento. Tampoco sé qué le mueve a un toro de lidia para embestir el rojo de un capote o cornear el muslo cubierto de verde y oro del torero. Menos aún me explico qué le empuja a una gaviota erguida en la playa mirando al sol a elevar el vuelo, dar una par de vueltas y posarse en otro lugar parecido. Ni qué decir tiene que jamás he logrado establecer lógica humana alguna en las idas y venidas incansables de centenares de hormigas, la mayor parte de las veces de vacío. Dicen los etólogos que todo es instinto, genética milenaria. Dicen los botánicos que las plantas no piensan. Concluyo pues que desde los primitivos líquenes que habitaron el planeta no apareció una cierta dosis de raciocinio en un ser vivo hasta hace unos dos millones de años con la presencia del homo habilis.
Sirva este preámbulo no falto de ironía para llegar al meollo de la reflexión de hoy: lo que más diferencia al humano del resto de los seres vivos es la conciencia: conciencia de sí mismo, conciencia del bien y del mal. La conciencia que, por tanto, es la esencia del hombre, reside en la parte más evolucionada del cerero, la más superficial y la última que se desarrolló: el neocórtex. Esta no sustituyó a los cerebros más primitivos sino que los completó. Por eso seguimos teniendo pulsiones y reacciones que apenas controlamos y muchas funciones fisiológicas autónomas. Pero esta última capa de nuestra nuececilla grisácea bajo el cráneo nos otorga el mayor de los privilegios: la libertad. La capacidad de elegir entre dos o más opciones. La competencia para decidir qué hacer o dejar de hacer, con quién relacionarnos, hacia dónde mirar o caminar, en fin, la libertad de vivir cada minuto de nuestra vida en función de una elección libre.
A toda acción sigue una reacción, por tanto nuestras decisiones conllevan consecuencias: todas, incluso las que no lo aparentan. Ahí nace otro don espléndido que sólo atesoramos los humanos: la responsabilidad. Libertad y responsabilidad, acción u omisión y su consecuencia son caras de la misma moneda. Hace unos meses escribí en esta misma sección un artículo que titulé “Somos la consecuencia de nuestros actos”. Hoy insisto porque creo que dedicamos muy poco tiempo a pensar en ello siendo tan fundamental para nuestra vida y la de quienes nos rodean. Dejar que los días pasen sobre nosotros sin ser los diseñadores de su contenido es como navegar en un barco a la deriva: acabará donde los vientos y las olas le lleven, puede que a buen puerto o contra un acantilado.
Nuestras vidas tienen un alto componente de expectativas ajenas casi desde que nacemos: de los padres, los abuelos, los tíos, el colegio, el instituto, el grupo de iguales, la universidad, el mundo laboral, la sociedad, la cultura imperante… Conozco a muchas personas, ilustradas, que nunca se preguntan si están viviendo su propia vida o aquella que responde a las expectativas de los demás. Percibo que una mayoría de la gente no se para, ya no todos los días, sino al menos de vez en cuando, a revisar el rumbo de su existencia; el núcleo duro de sus decisiones, su proyecto de vida. La rutina es el mayor peligro para una vida plena. Vida plena y rutina son antónimas. Y seré más intrépido: vida plena y egoísmo creo que también lo son.
Preguntarse quién soy, qué hago aquí y cuál es mi misión durante los que años que permanezca en el mundo de los vivos, es lo que desde hace siglos lleva cuestionándose la Filosofía. La respuesta está dentro de cada uno. Pero algo parece claro: si habitamos un lugar llamado Tierra compartido con siete mil millones de semejantes e infinitas criaturas de todas las especies animales y vegetales, además de agua y minerales, parece que el deber moral y práctico por antonomasia es intentar vivir en armonía con el entorno; y digo práctico porque está demostrado que, aunque no siempre sea a corto plazo, se recoge lo que se siembra, se recibe lo que se da.
Construimos la realidad aunque creamos que la realidad está ahí fuera y nosotros nos enfrentamos a ella fatídicamente. Elegimos la realidad, no nos elige ella, salvo casos extremos e irreversibles, los menos. Y con esa grandeza que nos define podemos elegir el bien o el mal, la salud o la enfermedad, la alegría o la tristeza, el esfuerzo o la pereza, la generosidad o la codicia, el amor o el odio, la compañía o la soledad, y así cada uno de los materiales con que construir nuestra vida futura. El pasado ya sólo nos sirve para aprender de los errores y para compartir los conocimientos y las experiencias adquiridas, que tampoco es baladí.